El espejo sobre el lavabo | El Correo

2022-09-03 04:34:58 By : Mr. Guote China

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Campos de amapolas, conmovedores, combinados con los de trigo cuando empieza a amarillear y hasta una línea cruzada por el azul más puro. Esa era la paleta de colores que pintaba su visión desde el ventanuco, porque sería faltar a la verdad decir ventana. No sentía frío a pesar de que la mañana se apellidara primavera temprana, y es que los rayos de sol, buscados, calentaban su cara y un camisón de blanco deslumbrante, que cubría su cuerpo.

Solo sus pies protestaban, porque a ellos, calzados de terrazo castellano, no llegaba el benefactor astro. Pero lo fuera por muy poco, porque envolverlos en sendos calcetines de lana gruesa, había sido una sencilla, breve y definitiva solución.

No había prisa en su vida, ya no. La había desterrado, como lo hicieron con el Cid Campeador, en unas tierras no muy lejanas. Ahora deshojaba cada momento, como si del pétalo de una margarita se tratara. Y todavía le quedaban muchos, pensó con satisfacción, mientras sol ascendía y se fortalecía, porque su abrazo cada vez apretaba más. Sin embargo, eran unos brazos de los que no quería escapar, porque la consolaban.

Ana sentía que había mudado, como un reptil, o más precisamente que había mutado, como un extraterrestre. Nadie, ni siquiera ella, lo hubiera sospechado, cuando meses atrás, corría con maletín, gabardina y paraguas, para coger un metro que no esperaba.

Como tampoco lo hacían sus reuniones, ni sus contratos. Como nunca lo hizo su jefe, para el que trabajaba sin descanso. Ególatra, insatisfecho y controlador. Con inclinación demostrable a la misoginia.

¿Y qué obtenía a cambio? Un contrato semiestable si no defraudaba, y un sueldo bastante aceptable si cumplía los objetivos que le asignaban.

En sus trece años de pico y pala nunca se había percatado, pero es que aquella semana había sido especialmente 'horribilis'. Porque enfocó fatal el asunto de propiedad intelectual que le encomendaron y por su culpa los clientes perdieron el juicio. Un fracaso estrepitoso más propio de un amateur, que por poco le cuesta el puesto. Y por si esto fuera poco había roto con su novio, aunque decir novio era una exageración, porque sacado de una página de citas no llegaron al mes, y no se aproximó ni de lejos al amor; ni tan siquiera rozó el cariño. Paco tan solo Paco supuso unos polvos de esos que solo sirven para quitarse las ganas; nada más.

En su desolación de aquella noche, tentada había estado de llamar a su pluscuamperfecta madre. Pero le pasó como con los polvos de Paco, que se le habían quitado las ganas. Ya sabía lo que se iba a encontrar tras la pantalla de cristal: recriminaciones. «Que si mira el desastre de vida que llevas», «que si trabajas demasiado». «que si hija no ves lo sola que estás».

En realidad, Ana sabía que su madre tenía razón, pero una cosa era reconocerlo aunque fuera a duras penas, y otra muy distinta tener que soportarlo, oyéndolo en un altavoz cuyo eco amplificaría su angustia.

No se sostenía de lo cansada que estaba y como pudo llegó hasta el baño a hacer un pis. Se subía los pantalones cuando se miró al espejo, cuando se dio cuenta de que ni el mejor de los correctores usado con abuso podía disimular sus amoratadas ojeras, punta de iceberg de un agotamiento estructural.

Fue la primera vez en la que no se vio como una ejecutiva con proyección de triunfadora, clase alta y envidiada, de la sociedad de la gran ciudad. Oronda, acomodada; una estrella que brillaba. Sino que su visión se tornó mucho más opaca; desteñía, se desdibujaba. Por muy extraño que pareciera, y por mucho que pestañeara y que el espejo limpiara, este le devolvía a una mendiga, una indigente, una homeless, con tintes de esclava.

Y Ana, en un instante de terror en el que huyó por completo su cordura, cambió de espejo y sin apenas aliento se fue al salón, temiendo que alguien hubiera instalado el de Blancanieves sobre su lavabo.

Pero tampoco hubo suerte al mirarse en el del salón. Ni en el extragrande del armario ropero, ni en el diminuto de su bolso. Ni en el del ascensor; ni siquiera en los cristales de la lavandería, aneja al portal. Desde aquel día en todos y en cada uno de los espejos en los que se miraba, Ana no se encontraba.

Y eso que lo intentaba, incluso comprando una carísima camisa de Max Mara y un aún más caro perfume de LAB; pero tampoco funcionaba. No podía hacer nada con su cara sucia, sus harapos, y sus uñas ennegrecidas.

El sentimiento de malestar y de desgaste iban en aumento, como el dolor de su estómago agarrotado, su amargo sabor de boca, Su falta de equilibro, porque se sentía mareada y de memoria, porque todo se le olvidaba. Sus consecutivas noches vacías que nunca terminaban, llorando sola agarrada a la almohada.

Era un vivir por un vivir, un vivir en el que todo era morir.

Tan perdida y asustada estaba, que día y noche trataba de recordar el significado de la palabra felicidad, pero como ella también había desaparecido, se había esfumado. De los crucigramas, de las sopas de letras, de los letreros, de las revistas, incluso de su diccionario.

Mientras, permanecía en un bucle. Como si de un ratoncito se tratara, giraba la rueda de su jaula. Y giraba y giraba, y no paraba. Porque temía que al hacerlo se diera cuenta de que su vida convertida en un castillo de naipes se derrumbaba. De que su vida ya no valía nada.

Por eso no pensaba, y se aferraba. A la barra roja de labios, y a la de la de los locales de moda after work y after eight. A las redes sociales, que son mucho más redes que sociales. A esas compañías que no acompañan porque no entrelazan las almas. A los caramelitos en blister y con receta médica.

Pero todo ello no hizo sino precipitar su temido derrumbe. Y Ana terminó siendo una sombra.

Que vestía de negro, a la que no le quedaban más que los huesos, y que como en el despacho ya no rendía lo esperado, acabaron despidiendo. Para en su lugar contratar a dos jovenzuelos con mucho afán, por la tercera parte de su sueldo.

El desorden y la suciedad reinaban en su pequeño apartamento, y con una nevera absolutamente vacía, aquel martes en el que no llovía sino que arreciaba, Ana tuvo que hacer el ímprobo esfuerzo de ponerse la gabardina para ir a comprar algo que comer. Tal vez con una barra de pan, unas sopas de sobre y unos sobres de jamón pudiera pasar.

Y pasó. Desde el baño a la habitación, de esta al salón, bajó en el ascensor, y cruzó por delante de la lavandería; pero Ana no se miró. Había dejado de hacerlo. En ningún espejo. Desde aquel fatídico día.

Empapada, esperaba en la cola de la caja que era interminable. Se había atascado con una devolución el cajero. Unos patucos rosas en los que no se leía el código de barras. Y la espera, casi supuso una crisis de ansiedad en Ana, que intentó esquivar mirando el panel de corcho lleno de papelajos, que habían situado en la pared. 'Se ofrece profesor para dar clases de matemáticas', 'chica responsable cuidaría de personas mayores', 'se regalan gatitos'. 'Se vende molino'.

Y no supo qué sucedió al leer aquellas tres últimas palabras. Qué neurona falló, qué chispa saltó, ni qué proceso mental le llevó a hacerlo. Pero pidió prestado un bolígrafo y apuntó en el reverso de su mano el teléfono.

Cuando llegó a casa, no calentó la sopa ni metió el sobre de jamón en la nevera, lo primero que hizo fue llamar.

Supongo que cuando el grado de desesperación alcanza el cuello, en cualquier lugar puede aparecer lo que nos parece una cuerda de la que agarrarnos.

Sintió un indescriptible alivio al comprobar que el molino no había sido vendido y que con sus ahorros más lo que le dieran por su apartamento, menos la hipoteca, podría comprarlo.

Y Ana ya no dio marcha atrás. Porque atrás no dejaba nada.

Por eso ahora se encontraba oteando la mañana tras el ventanuco, mientras el sol la abrazaba. Pero apretaba demasiado; abrasaba. Su cara y su camisón. Por eso hubo de retirarse, para poder soltarse.

Miró a su alrededor, para deleitarse. La cama deshecha pero no por ello menos perfecta. La coqueta mesilla, la estantería y el baúl. La jofaina de porcelana; el lavabo.

Una poesía que había escrito, un cuadro que había pintado, una guitarra que había vuelto a tocar. Un paquete; el último, que todavía no había desembalado.

Las golondrinas trinaban desde los nidos adosados al tejado, la brisa traía noticias de paz desde los campos, y Ana comprendió que era el momento.

Con la parsimonia propia de un gran acontecimiento, pero también con el nerviosismo de no saber qué podría suceder, Ana retiró el cartón del paquete, dejando al descubierto un espejo redondo de estaño, en el que tuvo cuidado de no mirarse.

No era ese el lugar en el que habría de hacerlo, sino sobre el lavabo. Donde ya esperaba clavada una alcayata para sujetarlo.

Con sus ojos cerrados, casi a tientas, logró introducir la hembrilla en la alcayata y dejar el espejo colgado. Dilató el tiempo unos instantes más antes de abrir los ojos, para situarse frente a él y respirar profundamente. Para pedir a Dios, que dejara verla de nuevo sin harapos, ni uñas ennegrecidas.

Un grito salió de su garganta atravesando los anchos muros de piedra, a los que ensordeció. Fue de una alegría tal, que intensificó el rojo de las amapolas, zarandeó las espigas de trigo, y alineó a las golondrinas conformando una hermosa corona, en un cielo radiante que inventó un nuevo azul.

Nunca antes el espejo había sido tan generoso con ella, tan su amigo. Nunca antes vio tal tersura en su piel, brillo en su mirada, serenidad en su alma. Y es que nunca antes Ana, había sentido tal plenitud, sido tan inmensa su felicidad.

Y ya no hizo falta que intentara recordar el significado del término, ni siquiera le importaba saber si lo hallaría en el diccionario. Porque no cabía duda, que nadie mejor que su espejo redondo de estaño, definía la mágica palabra, tan escurridiza en su vida como en la de todos.

Felicidad; por fin y al fin. Entre aquellos campos vestidos de libertad, y bajo aquellas gigantescas aspas que giraban con pasión para ella; Ana la había encontrado.